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Crónica de una muerte injusta


Por Jesús Peláez Álvarez
Frente al Sacatín, en la bifurcada carrera Junín, aún existe la vieja Iglesia de San Antonio. Nos contaba Don Nicolás Restrepo Ochoa1 , que un domingo con lluvia cernida y pertinaz, en esa Iglesia, (cosas de la época) tuvo lugar un largo episodio macabro. Allí, cargando su propio féretro, tras de los curas que encabezaban el aterrador desfile musitando el rezo de difuntos, entró un hombre condenado a muerte. Se le acusaba de haber dado muerte a su mujer; allá, en la montaña donde nació. Ninguna escuela rural registró ni un solo día de asistencia de este hombre analfabeto a escuchar la voz de la maestrita en la enseñanza de las primeras letras. No poseía ni un solo centavo. El que hizo de juez nombró un abogado sin grados, incapaz de afrontar el mortal expediente. Dicen que nunca se presentó a posesionarse del caso. Comentan que, en el interrogatorio, el acusado a todo decía “Sí “. Las naves de la Iglesia en su magnífica acústica ampliaban la voz de los curas que, en el más puro latín, despedían al idiota que mantenía una infantil sonrisa en una cara satisfecha, sin saber lo que le pasaba. Algún curioso le preguntó si sabía para donde iba… Vacilante, y mirando con ojos infantiles a su interlocutor, le dijo: “Agora será ime pa Fredonia”. El uxoricida, sólo aceptó que le pusieran la sucia bata de los difuntos sobre las ropas que no se dejó quitar. Se negó - obstinadamente- y dando claras muestras de enojo, a meterse en el burdo cajón que le serviría de lecho en el primer paso hacia la eternidad. “No, no quiero” decía, rebelde a obedecer las órdenes del policía encargado de llevar hasta el fin la macabra diligencia. Hacia el sur, la carrera Palacé apenas si era demarcada por caminitos y mangas anegadas. LLegaron al puente de Guayaquil, el mismo que se ha conservado incólume ante los embates y las espantosas borrascas del río. Puente de Guayaquil; el más viejo puente de Medellín, hace la cola sur de la que hoy llamamos carrera Carabobo (Carrera 52 en la nomenclatura numerada). Apenas hace unos años que la indolencia oficial ordenó la reparación del puente que, a través del tiempo implacable, había sufrido tremendas sajaduras y destrozos que lo afeaban. El Río Medellín, visto desde los altos de la ciudad, semejaba una inmensa Boa serpenteando por todo el inmenso Valle del Aburrá con su color amarillo sucio, cuyas aguas portaban destrozos de ranchos, y la mortal placidez de bestias y pequeñas aves que gozaban la feliz quietud del que nada siente. El Río, al entrar en el ancón del Sur, rugía como un poderoso endriago cuya tromba amenazaba el puente que incontables veces había permanecido entero, pese al furioso embate de las aguas que allí se dividían cubriendo la totalidad del puente con bestias muertas y toda clase de desechos. Apenas ahora, los albañiles restauradores del puente borraron las profundas huellas que las mortíferas balas habían dejado en la pared sur de su baranda. Después de las frecuentes borrascas que el puente soportaba, los peones encargados de descubrir “lo que había quedado”, traían al Alcalde la nueva de que el puente seguía en pie. Dicen que planos y dirección en la construcción del puente estuvieron a cargo de un francés. En aquellos tiempos, ya olvidados, no existía el cemento. Toda la estructura es de barro cocido, los bloques se unieron con cal entrapada en sangre de toro y, “el diablo nos ayude a saber qué compuesto químico mezclaba el frantuche para formar un todo inseparable en aquel bloque que nunca pudo desunir el furioso río”. Siempre en la narración oral de don Nicolás Restrepo Ochoa, y de los comentarios de personas, que fueron testigos de los hechos y detalles que Don Nicolás relataba sabemos que “Parejita”, al negarse persistentemente a tenderse en el cajón, dando muestras de visible disgusto, hizo que la lúgubre ceremonia se terminara. Ya, víctima de la ofuscación, mirando con ojos resueltos al cabo que le ordenaba alzar el cajón se negó a ello “no alzo con eso” dijo “Parejita” mirando al policía que le ordenaba, persistentemente cargar el féretro donde reposaría después de la ejecución que se cumpliría en el puente de Guayaquil. Por expresa rebelión del reo -que parecía haber tomado conciencia de lo que le ocurría- se cortó la luctuosa ceremonia, musicalizada por expertos que llenaron el pentagrama de tristísimas voces; viajeras al insondable “más allá”. “Requiescat in pace”, dijo con bronca voz el anciano pastor que no vio inconveniente en cantar como difunto a un hombre extraviado mentalmente, que gozaba, figurando como actor en aquella aterradora comedia infame. El cortejo de curiosos salió; encaminándose por la muy ancha servidumbre que se componía de charcas y yerbales entrapados; también el infaltable barro negro, pues no faltaba allí donde la cuadrilla de peones había operado con sus picas y palas, únicas herramientas de aquella pobrísima época. Así nacía, desde lo que es hoy la calle 44 (San Juan), hacia el Sur, desviándose a la derecha hasta topar con el Puente de Guayaquil, la muy comercial, rica y flamante carrera Palacé. Los acompañantes paraban; para agruparse y comentar donde el fúnebre cortejo hacía alto, para descansar y tomar aliento y fuerzas para proseguir con el pesado cajón, ya que “Parejita” se había negado rotundamente a cargarlo de nuevo. El cabo de policía, encargado de supervigilar y dirigir la Fatal diligencia, manejaba las rebeliones de “Parejita” con sumo cuidado, para no dañar lo que hasta ese momento había transcurrido en paz y envidiable calma. “Parejita”, no permitió -pese a las órdenes del Cura acompañante- que le quitaran su escapulario de la Virgen del Carmen. “Me lo dio mi mama, me lo dio mi mama”. Y metiéndolo entre el puño de su gruesa mano, miraba con ojos extraviados; presto a golpear a quien se atreviera a tocar el bendito recuerdo de su mamá. Siempre en la voz de don Nicolás y con el repetido asentimiento de muchos que lo rodeaban, llegamos al trágico fin del vil asesinato cometido por la justicia que se aplicaba en aquel entonces. Con palabras musitadas entre dientes y en latín, el cura repetía los castigos de execración de la Santa Iglesia; excomunión por toda la eternidad y detestable entierro en el muladar. Terminada la espantosa filípica, se presentaron unos hombres encargados de leer la sentencia propuesta en Bogotá y ratificada por el juzgado mayor de Medellín. Espantosa ironía: Cuando quisieron entregar al reo la pieza de sentencia, para la firma, el hombre sin alfabeto besó la mano del que agarraba la suya para hacerle garabatear cualquier cosa sobre el papel que cargaba su amarga sentencia de muerte. Los curiosos que corrían para no perder los detalles del sacrificio, engrosaron el grupo que entre lamentaciones y llanto incontenible asistían al horroroso sacrificio donde la víctima aún reía, creyéndose actor admirado e insuperable. De rodillas hombres y mujeres, a viva voz, lloraban por el sacrificio infame. “Así como me ven y no me cambeo por naides”. Esas fueron las últimas palabras del que –hasta el fin- se creyó actor, ignorando que su actuación terminaría en un miserable cajón donado por el municipio, ahora sí, como ser maldito despojado del santo escapulario regalado por su madre, y vistiendo un sucio y raído jergón; sobra de un presidiario que lo vistió antes de morir. El muladar donde se consumirían los restos físicos de “Parejita”, quedaba limítrofe con lo que era y sigue siendo el cementerio San Pedro. Al muladar iban los restos de todos los extranjeros seguidores de otros credos y confesiones. Al muladar, abandonados por todos, (allí, ninguna familia podía visitar a sus muertos, ya que la entrada era vedada para amigos y familiares de los que “murieron en pecado” o alejados de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, “fuera de la cual no hay salvación”. Nunca, ningún tratadista se preocupó por investigar sobre el caso de Parejita. Se le instruyó el fatídico expediente sobre un indicio deleznable. “Yo lo vide rodiando el rancho de la dijunta”. “Ave María Purísima” -dijo la dijunta santiguándose. Y agregó saliendo: “Qué hombre tan malo”. Contra este pecado irredimible de la Ley aplicada por imbéciles, se vino desde España –donde desempeñaba un importante cargo diplomático- Antonio José Restrepo, (“Ñito”) para oponerse a las pretensiones de la “Godarria” que, contando con la voz ilustrada del poeta Guillermo Valencia, quería implantar otra vez en Colombia la pena de muerte. Las sesiones sobre tema tan delicado se hicieron fogosas la calma de Valencia, para ilustrar al Senado mostrando la necesidad de esta medida extrema se estrellaba con la vehemencia de Ñito que declaraba no admitir otro patíbulo en Colombia. No irán más pobretones a surtir los cadalsos que una clase indolente quiere levantar para castigar a personas inocentes que no cometen otro crimen que el de buscar un pan para subsistir. Prueba de ello es que el sitio donde se han cometido los ilícitos es el llamado Páramo del “Almorzadero”. Esta clase que disfruta de todos los privilegios, se olvida –criminalmente– de los hijos de los artesanos pobres. De los hombres que en plena juventud pierden la salud, desecando lagunas que conservan todos los desechos e inmundicias que vierte la ciudad sin alcantarillado. Tullidos, víctimas permanentes de dolores indescriptibles, sin ninguna droga y sin hospital se arrastran entre alaridos a espera de la policía que llega a desalojarlo del rancho malsano y pestilente. No podemos llamar malos a los hombres que fueron abandonados, pisoteados por un grupo oligárquico que se apoderó de todo; hasta de las migajas y sobras, porque esto –dicen ellos– lo requieren para sus amados perros. El problema que nos trae a este recinto parece complejo, mas no lo es. El remedio lo tiene en sus manos la clase poderosa. Abramos escuelas, paguemos un jornal que llene las necesidades primarias; alberguemos sin restricciones, a los enfermos pobres en hospitales que puedan atender eficazmente sus dolencias; preocupémonos en un todo por estos pobres seres caídos a la vera de nuestras vidas, cuyas comodidades y lujos hacen que olvidemos a los que lloran inconsolables la tragedia de haber nacido, tan pobres como ese Cristo que sangró entre los palos de la cruz por haber dicho exactamente lo que estoy repitiendo. Honorables senadores: No tengo, personalmente ningún resquemor que lastime mi ánimo contra ninguno de ustedes. Sé que a los tablados de sacrificio –si aceptamos implantar esta ley maldita y horrenda– no irán otros que los desposeídos. A los que no tienen nada, la sociedad no les respeta la vida. Para mal disimular sus ocios entregarán muchos cadáveres de hombres, a quienes se les instruyó una causa por un leve indicio que no resiste ningún examen jurídico serio. Allí tenemos un macabro caso: En Medellín, a un idiota, que en la vida no supo sino reír estúpidamente, lo volvieron pedazos con balas de calibre mayor por haber dado muerte a su mujer. El uxoricida resultó no ser casado, y nadie, jamás, le conoció relación marital alguna. Tampoco la muerta apareció en ningún sitio. La rama judicial, integra uno de los más importantes poderes del Estado. No obstante, no puede cumplir su cometido, porque carece de todo lo necesario a su eficaz desempeño. Muchas veces no tiene ni papel para dictar un auto oportunamente. Carecemos de laboratorios; de personal calificado y de una sociedad educada para decir la verdad al rendir un testimonio. La deleznable y despreciable justicia humana está integrada por unos grupos humanos que cuentan en sus ascendientes a muchos hombres que más que prepararse para la paz, lo hacían para la invasión abusiva, la tropelía y la muerte violenta (cruzadas e inquisiciones). “El cadalso, No”, porque es un castigo irreparable. En esta frase se puede sintetizar toda la muy larga y fogosa intervención de “ÑITO”, cuando se trató de oponerse a la legalización de la Pena de Muerte en Colombia. Cuando ÑITO amenazó con llamar a las uestes del liberalismo a repeler con las armas la implantación de la ley maldita; los proponentes retiraron -de inmediato- la vergonzosa propuesta.
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