Por Jesús Peláez Álvarez
Al jurado lo integraban tres hombres que la sociedad reputaba honestos. La sala estaba colmada por curiosos de todo género, que formaban grupos, pretendiendo avanzados conocimientos jurídicos y anticipando el resultado de la causa. Los comentarios tomaban cuerpo de discusión; las voces se tornaban recias; cada uno decidía partido y aquello degeneraría, seguramente en fuerte disputa y tremolina, si la oportuna entrada del juez, agitando su campanilla, no impusiera total silencio.
Se ordenó la lectura de las piezas más destacadas del expediente; se satisfizo a las partes; se observó la ley. Pidió a la sindicada que se levantara: era una mujer, ni bella ni fea, una mujer que cualquier hombre hubiera aceptado gustoso. Por orden del juez, se llega a los jurados. Al ser interrogada, responde con aplomo, con dignidad. Sus respuestas son claras y precisas. No se trasluce en ella ninguna tensión; su espíritu está sereno, es una mujer, caso insólito, equilibrada.
Discurre con su suma facilidad; su cerebro en el misterio de las células, es uno como tamiz por el que se purifica su razón para llegar al discernimiento perfecto. Ejerce pleno control de sus emociones. Los músculos de su cara conocen perfectamente su sitio y no sufren alteraciones: permanecen allí, plenos de una vitalidad no gastada por los esfuerzos, que conjuntan un todo armónico y dan a su rostro la frescura, la juventud, la gracia. Se le imputaba un delito monstruoso: en pleno uso de sus facultades, con absoluto gobierno de sus actos, así, conociendo la tremenda realidad de su crimen; sin falsear nada, sin disimularlo siquiera, había causado la muerte del hombre con quien vivía.
El jurado se encuentra desconcertado: la mujer lo confiesa todo con naturalidad y franqueza sorprendente. Carece de cinismo. A cada interpretación, contesta abundando en detalles, ilustrando la causa. Al referirse al hombre, al muerto, sus labios no evitan un gesto de repugnancia. Los jueces pueden apreciar, por esto, hasta dónde aquel hombre había interferido fatídicamente la vida de esa mujer, hasta dónde había lastimado su alma.
El profundo odio que la asiste al recordarlo, da fe de la extraña razón que la sostuvo fría, justa, tranquilamente exquisita en los preliminares del ilícito. No pretendió, al ejecutarlo, lo que todos los criminales anhelan: el “delito perfecto”. No esperó la noche, no escogió hora ni sitio especial. Procedió así, rigurosamente tranquila, pensando en que se salvaba ella y a la sociedad de algo infame, inhumano y brutal. Conocía la hondura de si sacrificio: ya imaginaba a sus amistades en pleno conciliábulo, dando cauce al secreto rencor que siempre le profesaron, gozando con su pena, saboreando el escándalo.
Cuando fui viuda –prosigue- creí poder vivir, con mi hija, de los bienes que mi marido me dejara. ¡Vano empeño! La humanidad no perdona a las mujeres solas: las persigue, las acorrala, las muerde hasta destrozarlas. En esta espantosa cacería, la mujer hace la liebre y la jauría prosigue su persecución feroz, cada vez más segura del cansancio y de la rendición de su victima. Eso ocurrió. No haré escenas de llanto. El infame pronunció su sentencia de muerte el día en que me golpeó el rostro, en presencia de mi hija, por haberme negado a darle más dinero. Siempre quería más… más dinero para proseguir su vida de juerga y francachela.
En un principio fui generosa, generosa de verdad: de di, pagué sus deudas, le hablé con bondad y ternura, soñando con el día en que él, arrepentido, hiciera el propósito de resarcirme del mal que me infligía… Ese día no llegó. Lo demás, está claro y ampliamente explicado en el expediente.
Se da por terminado el interrogatorio y se abre la última fase del debate.
El defensor, un viejo de bastante “cancha” en los estrados, emite un leve ruido gutural, signo inconfundible de satisfacción. Su tarea de abogado acaba de pasar por la dura prueba que pone tensa el alma de los juristas; que los diezma y deprime cuando, en el interrogatorio, su cliente titubea y enreda las respuestas, acobardado, palidecido, ruborizado. Esta vez no ocurrió así: ella había contestado fácil y espontáneamente a las preguntas, sin titubeos. Con dolorosa simpatía y dulzura había expuesto su caso, se había cualificado su confesión. En el interrogatorio, más que pena, había sentido mucho alivio y desahogo. Después de un corto receso, se reanuda la audiencia. Jueces, fiscal y defensor ocupan sus asientos. Las barras están colmadas. La vista promete ser un espectáculo. El público cruza apuestas.
Luego de agitar la campanilla, el juez siguiendo el curso legal, autoriza al fiscal para el uso de la palabra, que, en obediencia a la rutina, no acepta por la primera vez. Igual obra el defensor, excusándose de hacerlo en esa oportunidad. Siempre de acuerdo con el formalismo forense, el juez insiste en el ofrecimiento de la palabra al agente del ministerio público. Acepta. Palidece un poco. Con las manos ligeramente convulsas, aprieta los bordes de la tribuna; disimula la natural turbación fingiendo que medita.
Pasados unos instantes, ya en pie, dueño de sí, empieza amonestando al jurado sobre lo importante y sacro de la misión a cumplir, insistiendo en la importancia del juramento rendido por los jueces del pueblo, en el ineludible compromiso adquirido con Dios y con la sociedad, que en ese momento los ha hecho depositarios de sagrados intereses. Luego de este preámbulo, ya recuperado totalmente, levanta las manos que se atreven en un solemne gesto oratorio.
La soberbia posee su cara. La voz se hace gruesa, tronante y desata su filípica llena de frases corrosivas y de apuntaciones cáusticas. Hace poses. El abogado, mirándolo atentamente, empina las gafas y deja ver la mortificación que le produce el monigote que es su contrincante. Esperaba un debate elevado, fresco y vehemente. Se duele de la nueva escuela; lo siente por la universidad a la que ese muchacho, con sus gesticulaciones ridículas. Se hace la promesa de no interrumpirlo, de no darle la oportunidad de un desplante. Lo dejaría terminar. Pera significarle su repugnancia y desprecio, le vuelve la espalda; saca de su bolsillo una revista y se embebe en la lectura de un artículo.
El fiscal prosigue emocionado su peroración; multiplica las invectivas. Su verborrea irrúmpete le permite todo género de desmanes dialécticos: es una cosa desordenada y repugnante. Es la sevicia, la crueldad, el encarnizamiento. La persecución investida de la legalidad. La toga vestida por un verdugo digno del más abominable patíbulo. Un obnubilado fanático que lleva cuidadosamente, en su libreta de apuntes el total exacto que suman, en su negro haber, los muchos años de presidio que había logrado para sus víctimas. Estaba enamorado de su libreta de apuntes; hubiera querido perder, más bien, una de las reliquias que colgaban de su pecho, que perder aquel tesoro que le traducía en cifras lo que él llamaba triunfos jurídicos.
Está descontrolado, babeante, energúmeno, en lo que él llama la defensa de la sociedad. Llevando en su diabólica furia, se permite una de aquellas frases tremendas y necesariamente alusivas, descompuestas, impúdica y grosera.
Frente a tamaño desacato, la mujer se levanta del banco de los acusados –donde había permanecido, en silencio, escuchando resignada todas las máculas con que el fiscal creyó conveniente para lapidarla.- Se alza, obtiene la venia del juez que preside la causa y dice no entender la ley que autoriza al funcionario el insulto despiadado, sistemático y soez. Más: si quien comparecía ante ese funcionario era persona con un pasado que soportaría el examen de las persona honorables y discretas. Más todavía: si esa persona tenía nombre de mujer.
Crónica publicada en la revista Historias Contadas #59
Komen