Por Miguel Ángel González Mesa
(para Revista Historias Contadas. 10/02/2024)
A finales del siglo XIX y principios del XX fue común al interior de la sociedad burguesa europea la presencia de espectáculos circenses en los que seres humanos eran puestos en celdas y exhibidos como aberraciones de la naturaleza. Personas muy pequeñas o altas, negros, indígenas, albinos, gente con afecciones en la piel, sin alguna extremidad o con cualquier otra característica fuera de lo común eran vistas día tras día por otros seres humanos que recurrían estos sitios y pagaban por un recorrido para ver lo que era considerado por estos empresarios como lo más grotesco de la naturaleza. Esta práctica que dentro de sí escondía el inicio del fascismo europeo que desembocó en los horrores de la segunda gran guerra, da título a una novela del autor bogotano Ricardo Silva –Zoológico Humano (2021)–, quien la usa como analogía constante a la realidad de la existencia.
Es que poniéndonos en perspectiva es imposible no percatar que ante la mirada de la omnisciencia y de la magnitud de la vida misma, nuestro paso por el planeta –y ahora por las redes sociales– no es más que uno por una gran versión de un zoológico, donde ponemos en escena el papel de turista y de espécimen. “La imagen de la esfera iluminada por dentro que viene de la oscuridad del universo tendría que haberle probado a esta especie que esta estación es un milagro, una prueba y un misterio que algún día se sabrá”, dicta en la página trescientos noventa y cuatro de la novela de Silva, poniendo en consideración nuestra propia dimensión ante la inmensidad del cosmos y para algunos, recordando que en realidad nada importa. –“Nothing really matters”: diría Madonna–.
Es así como tras leer la obra del escritor capitalino y continuar la ya eterna reflexión sobre la eternidad, decidí poner en la presente columna una escena que de vez en cuando presencio y que viene a colación con el título de la presente, siendo esta nada más y nada menos que el edificio del frente.
Al mudarme a mi actual hogar me maravillaba una vista panorámica del sur del área metropolitana del valle del Aburrá, sin embargo, más me tardé en acomodar mis pertenencias que en tener una torre de conjunto residencial recién levantado obstaculizándome el panorama. Al comienzo debo confesar que fue frustrante, hasta que un día decidí mirarlo de otra manera. –Tal vez la magnificencia no se haya en las luces y los edificios altos de la zona urbana, quizás, esta se encuentra en la intimidad, pensé, la cotidianidad como la mayor de las conquistas –parafraseando a Silva–, Aquellos paneles humanos donde una persona está cocinándose la cena al momento en el que justo debajo de sus pies una pareja joven juega algún título japonés en lo que parece ser una Nintendo Switch. La inmensidad que a fin de cuentas está conformada por historias a pequeña escala.
Es, sin lugar a duda, –y tirándome un clavado sin miedo y con toda la intensión a lo profundo de un lugar común– revelador mirar las nubes y no pensar en lo pequeños que somos. Tal vez al levantar la mirada pasamos a ser ese turista europeo de doscientos años atrás quien, con o sin intención, pasa por las celdas de los especímenes de su propia especie. Y, es que, ¿cómo no poner en consideración nuestra pequeñez? Al fin de cuentas yo lo hago intentando no subestimarla sino aceptándola y distinguiendo nuestro papel en esta puesta en escena universal, se trata de entender la vida como un transitar constante entre el observar y ser observado.
Comments